Como en “La maldición de Malinche”, ellos también iban montados en bestias. Como demonios del mal volviendo desde el pasado. Demostrándonos una vez más que en realidad nunca se han ido. Son ellos, son los mismos, los sospechosos de siempre. Los militares, sicarios, victimarios, verdugos, cómplices, accionistas, lobistas, economistas, banqueros y políticos que idearon, formaron y sostuvieron la última dictadura militar en la Argentina. No sólo están en la calle, sino que además se mueven con osadía en la solapa de una impunidad que los encubre y que los ha encubierto siempre, y desde allí siguen repartiendo las cartas con las que nos toca jugar a todos, enquistados en un poder que les da rango, escritorio, prebendas y premios de todo tipo, siguen así conservando su parcela garantizada en el Parnaso de los ricos y famosos de este país.
La inmensa mayoría de estos represores tuvo o tiene que ver de manera directa con la dictadura militar y con las heridas que más nos arden como pueblo, los que aplicaban las picanas en los centros de detención clandestinos del ayer, las siguen aplicando en las comisarías del conurbano del hoy. No sólo han ocupado cargos y funciones durante todos estos años, lo que es aun más nefasto: han formado gente, han transmitido ya el veneno. Hoy generaciones enteras de la policía son una especie de Frankestein exacerbado con chapa de la peor escuela y garantizan la continuidad de un aparato ideológico y represivo que no cesó en el 83 y para el cual, muchos de los supuestos abanderados de la democracia, han trabajado de manera funcional, y lo siguen haciendo. La gran mayoría de los custodios que se ofrecen y desempeñan hoy en día como “seguridad privada “ son militares y verdugos que la obediencia debida, el punto final, el indulto y una suerte de aburguesamiento en la memoria colectiva pusieron en el ruedo otra vez.
El 20 de diciembre Gustavo Benedetto fue asesinado a mansalva. Se había acercado solo y de manera espontánea hasta la Plaza de Mayo, trabajaba como repositor en un supermercado que había sido saqueado y acababa de quedarse sin trabajo esa misma mañana. Estaba junto a otros manifestantes en la puerta del Banco HSBC cuando una bala que provino del interior del banco la arrebató la vida como frente a un paredón de fusilamiento. Murió tirado en el suelo, rodeado de extraños, sin nadie querido ni conocido cerca al que pudiera apretarle la mano o capturarle una mirada familiar por última vez.
Quien presuntamente apretó el gatillo que sentenció a muerte a Gustavo fue el Jefe de seguridad del HSBC, Teniente Coronel retirado Jorge Varando, coautor y represor de la dictadura militar.
Probablemente la imagen ensangrentada y televisada de Gustavo quede grabada a fuego en nuestro recordar individual y colectivo. Bienvenido sea si así fuera. Pero suena imprescindible para no quedar en deuda con nuestros recuerdos -ni con nuestros recordados- poder aliarse en el día a día con la memoria, saber que tiene un contexto y un sentido no sólo en lo que fue, también en lo que quedó, también en lo que hay. Depende en un todo de nosotros que la memoria sea un recurso que nos sirva, entre otras causas y libertades, para despejar el futuro, para quitarle un poco de rareza y de maleza. Sería bueno entonces, que a la imagen de Gustavo no la ganara la abstracción mediática y pudiéramos multiplicarla por otras tantas imágenes que no están en pantalla pero que están pasando en la vida, aquí y ahora, y que son parte de una mochila que nos pertenece a todos.
El asesinato de Gustavo no es un hecho aislado. Tampoco el pesadillesco 20 de diciembre ni el no menos pasadillesco tiempo que estamos viviendo son cuestión de azar, de vueltas fortuitas de la vida, son todas consecuencias directas de otro tiempo anterior que no nos dejaron vivir y de otro tiempo que le siguió en el que el olvido parecía parte imprescindible en la receta para volver a empezar. La lista de consecuencias y resultados es mucho más larga y se han expandido como un cáncer. La represión soberbia del 20 de diciembre fue mucho más que eso, fue todo un mensaje, estaban queriendo escarmentarnos una vez más, ésta vez frente a las cámaras de televisión y a plena luz del día, como para que a nadie le quedaran dudas, mucho menos a la juventud. Sin embargo, en las penumbras, cuando nadie quiere ver ni quiere oír, la misma policía hija de la dictadura militar sigue cobrándose vidas -cuanto más jovenes mejor- en su esquizofrénico ejercicio del escarmiento, acribillando a quema ropa pibes en cada esquina, en cada barrio todos los días y todas las noches, con total impunidad.
Los muertos de la dictadura y los muertos de la democracia son los mismos muertos. Los iguala la condición de haber sido asesinados por los mismos, y en lo más íntimo de este plan macabro que cambia de nombre pero no de rumbo, el haber sido asesinados también por lo mismo.
El aparato represor sigue generando de manera incesante la réplica de su propio bestiario. Continúa reciclando su perverso mecanismo una y otra y otra vez. Su museo inquietante sigue siendo el mismo y sus monstruos siguen siendo cebados y adiestrados del mismo modo.
Pero ojalá nosotros no seamos los mismos, ojalá estemos hoy más sensibles a lo que vivimos y a lo que viven otros, ojalá estemos más abiertos a lo que está pasando, aunque no siempre podamos -o nos dejen- comprobarlo pantalla de televisión mediante.
Ojalá que las cacerolas sean mucho más que una legítima cuestión de corralitos y de repudio a políticos corruptos. Ojalá sean también y fundamentalmente un acto compartido de memoria como primera muestra de la madurez, la solidaridad y el cobijo de un pueblo frente a sus vivos, frente a sus muertos y frente a sus vivos condenados a muerte de antemano por los mismo asesinos de siempre y todavía.
Que esa conmovedora llamada a la resistencia popular en que se han convertido las cacerolas de boca a boca, de vereda a vereda y de ventana a ventana, garanticen también que igual que a los nazis les va a pasar y que tenemos como pueblo mucho más de treinta mil motivos para el NUNCA MÁS.
Marina ?