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Por Silvana Yanz
Resulta difícil medir el impacto cuantitativo de la última Dictadura Militar.
Nunca es suficiente, ni siquiera a 28 años, decir que 30.000 compañeros desaparecidos fueron epicentro del genocidio más cruel de nuestra historia.
Sin embargo el artículo publicado por La Nación a meses de iniciado el período de facto da dimensión más real de ese impacto y extiende los ámbitos de la sospecha, persecusión y asesinato hasta ubicarlo en el terreno de la ideología, aquella que fuera desestabilizante del poder hegemónico, denunciante de injusticias y desigualdades sociales.
Esas ideas, declaraba el Ministro de Gobierno Bonae-rense de La Dictadura "son las auténticas armas del subversivo".
Basta haber pasado por la escuela, leer cierta prensa, ir a la misa de algún cura tercermundistas, o tener cierta identidad político-partidaria para entrar en la sombra de la sospecha de poner en peligro al status quo de los sectores que concentraban el poder. Dichos grupos económicos y militares finalmente, ante "el peligro" latente, instalaron la dictadura.
En este contexto la escuela era cuna de un poder contra hegemónico y ser docente podía ser sinónimo de subversivo.
Las décadas del 60 y 70 vieron florecer una juventud capaz de forjar ese sueño que se esbozó en las aulas de una escuela pública donde enseñar desde cierto pensamiento político fue una herramienta de construcción social.
La Dictadura era conciente del poder de la escuela y desarrolló múltiples mecanismos coercitivos de control: listas negras de docentes, nóminas de textos y autores prohibidos, circulares técnicas que posicionaban claramente el pensamiento del Proceso de Reorganización Nacional.
El poder apela a sostener su status quo por medio de mecanismos coercitivos y cohesionantes. En esta última categoría los medios de comunicación, la iglesia, y sobre todo la Educación constituyen las herramientas privilegiadas para alcanzar el objetivo no sólo de instalar un modelo sino de crear las condiciones ideológicas de mantenerlo vigente.
Un análisis de la dialéctica social podría hacernos pensar por un lado que la realidad social, cultural y política de la época penetraba las paredes de la escuela y más allá de su rol social reproductivista del sistema, sembraba en el pensamiento de cada docente y alumno el diseño y las herramientas de la ideología liberadora.
Pero también podemos pensar que la escuela, como forjadora de identidades culturales pudo al igual que otras instituciones sociales , instituir esas nacientes ideologías que intentaron ser arrancadas del cuerpo de cada desaparecido.
Debemos reconocernos en una docencia que fue capaz de desafiar al poder hegemónico a través del pensa-miento de una escuela popular y democrática.
Sin duda la lucha ideológica continúa porque no es más que la pugna entre dos modelos de país que se deba-ten entre la injusticia y el Derecho.
Pero ciertamente sobrevivió a la última Dictadura que pretendió eliminarla a través del genocidio.
Nos arrancaron sus cuerpos pero nos quedaron sus sueños...
Es fundamental como docentes reconocer en nuestra tarea cotidiana el objetivo político de transformar a la escuela pública en nuestra herramienta de lucha más contundente en el sentido de que desde allí, a través de la distribución democrática del conocimiento, el ejercicio de prácticas de Derecho, participación y ciudadanía, el abordaje de la realidad para su comprensión y transformación, podamos contribuir a continuar enseñando a nuestros pibes que otro país es posible.
Hoy hacer memoria es necesario. Pero no es suficiente si no somos capaces de recrear como docentes, en las aulas, en la calle, a través de nuestras organizaciones el país que muchos docentes y estudiantes de los 70, los llamados "subversivos" soñaron.